Adaptarnos a las circunstancias no queridas y que amenazan lo que creemos y queremos ser, son difíciles de realizar.
Ricardo Iacub.
Cristina, a sus 94 años, se lamentaba de ser la única de su generación que siguiera con vida. Aun cuando tenía hijos y nietos, sentía que la relación no era la misma. La distancia entre las generaciones se reflejaba en otra distancia, hacia todo lo que tuviera que ver con el presente, lo que la arrojaba a una sensación de soledad y de negación a cualquier apoyo.
Pedro, con 82 años, estaba muy enojado con la edad porque la artrosis le había quitado la posibilidad de seguir movilizándose como “siempre lo había hecho”. Salir era un tema que debía pensarlo dos veces.
Demoraba más de la cuenta y no siempre contaba con los medios de transporte adecuados a sus dificultades. Razón que lo llevaba a quedarse en la casa, muchas veces haciendo nada. El aislamiento comenzó a sentirse frente a la propia familia, que lo veía cada vez más encerrado, no solo física sino mentalmente, y molesto por todo.
Ambos nos describen situaciones dramáticas que generan la desoladora vivencia de haber perdido afectos o recursos que daban una sensación de ser valiosos, capaces o tener el control suficiente para afrontar la vida.
Lo cual suele vivenciarse como haber sido desalojados de un lugar seguro y conocido.
Estos modos particulares de exilio, a un pasado mejor o a un encierro protector, suelen ser parte de momentos de transición, donde las nuevas experiencias vitales requieren un alto monto de adaptación psicológica frente a experiencias desconocidas.
Si esta vivencia no logra realizarse, si no se encuentran otros lugares que puedan resultar posibles, amables o interesantes, difícilmente se podrá aceptar la nueva realidad. De esta manera la percepción de exilio puede agudizarse, o aún peor, terminar afirmándose como una representación fidedigna de la vejez.
Los modos de defensa suelen ser paradójicos ya que, frente a lo que la persona anhela y no encuentra modos de acceso, se lo aleja del presente y se lo intenta recuperar en el pasado, rememorando e idealizando otras épocas. O distanciándose de lo que se teme en el afuera y encerrándose en un adentro seguro. Sin embargo, dichas defensas que pueden resultar protectoras, suelen convertirse en murallas que no habilitan encontrarse con lo deseado en el presente.
El desconcierto lleva a que las emociones de enojo y tristeza dominen la escena y evidencian la carencia de herramientas que dispone un sujeto para enfrentar la vida. Allí donde habría que replantear quién es uno ahora y de qué manera continuar, se puede generar una suerte de inhibición y encierro en el recuerdo, en la propia casa o en el rechazo ante un mundo extraño.
A pesar de todo, el ser humano parece encontrar recursos para afrontar estos profundos desajustes, a lo que se denomina resiliencia. Este impulso vital no deja de estar potenciado o limitado por circunstancias diversas tales como el estado de salud, el bienestar económico, las condiciones educativas o los vínculos afectivos.
Para lograrlo la persona debe darle un sentido que permita integrar, creativa y positivamente, las transformaciones acaecidas. De lo contario la vivencia de lejanía e incoherencia, entre el que fui y el que soy, serán tan importantes que solo producirán más angustia, disgusto, temor y una profunda sensación de qué no hay nada que incentive el deseo de seguir.
Adaptarnos a las circunstancias no queridas y que amenazan lo que creemos y queremos ser, son difíciles de realizar. Por ello las estrategias dependerán de rasgos personales o de posibilidades actuales.
Retomar deseos o intereses que conecten con asignaturas pendientes o con motivaciones del presente facilitan ordenar un proyecto de vida. Este deberá aceptar los cambios o limitaciones para descubrir nuevos recursos y, sin duda, el sostén afectivo, tanto de los vínculos cercanos como de las nuevas relaciones, es una de las bases más firmes para emprender nuevas acciones.
Cristina pudo salir de su confinamiento entendiendo que esa distancia era una defensa frente a cambios que la habían dejado más sola de lo que creía. Abrir las puertas a cuidadoras que no venían a reemplazar lo que otros supuestamente “deberían hacer”, sino personas que se introdujeron en su vida compartiendo gustos y valores comunes que traspasaban las generaciones y esos mundos que parecían tan lejanos.
Pedro siempre tuvo afición por los trabajos manuales y junto a su hijo armó un taller que le facilitó llegar adonde sus piernas no le permitían. Aprendió cómo trabajar y encontró la posibilidad de seguir siendo útil aportando el adorno u objeto que cada uno necesitaba.
La vida parece seguir sorprendiendo más allá de los años en la medida que abramos espacios para integrar ese que fui en este que soy. Y quizás como dijo Mujica: Lo importante es vivir y no se puede vivir bostezando, o llorando o quejándose. Hay que vivir al tope, porque estar vivo es un milagro.
Ricardo Iacub es doctor en Psicología (UBA), especialista en Personas Mayores.
Fuente: Clarín - 11/09/2022
https://www.clarin.com/opinion/-vejez-exilio-_0_noZQpAH6Ux.html