Carlos Joaquín Blanco Colunga*
Suele ser ya frecuente en los medios de comunicación masiva, las investigaciones sociales y el discurso de los ciudadanos, la referencia al asunto del envejecimiento poblacional en Cuba. Es un tema que preocupa y ocupa a las instituciones estatales, religiosas y a toda la sociedad civil.
El tránsito de un 6,9% de personas con 60 años y más en 1953 a un 20,4% en 2018, habla con suma claridad de la disminución de la mortalidad en el país, con el consecuente aumento de la esperanza de vida al nacer, que ya llega hasta los 76,5 años para los hombres y 80,4 para las mujeres; lo cual constituye un alentador panorama. Pero también da cuenta de una fecundidad que desde hace 40 años está por debajo del nivel de remplazo (una hija por mujer), lo que determina que la población de 0 a 14 años vaya disminuyendo con respecto al total y en comparación con la de ancianos, situación que en el propio 2018 ya exhibe en el territorio nacional a 1278 adultos mayores por cada 1000 personas entre 0-14 años de edad. También está disminuyendo la población entre 15 y 59 años de edad (CEPD, 2019; ONEI, CEPD, MINSAP y CITED, 2019).
Esta realidad nos va ubicando en escenarios tales como que en pocos años la población laboral activa será menor que el resto de las personas que viven en el país, aspecto que exige acelerar los ritmos productivos y de creación de bienes para poder dar cobertura de asistencia social a quienes aunque ya no produzcan, hayan aportado durante toda su vida a la sociedad mediante su trabajo. Aumentará la demanda de cuidados, la cual recaerá fundamentalmente en la propia población laboralmente activa ya diezmada; y serán más los que necesiten de los servicios de Geriatría y Gerontología, pues el 80,6% de las personas con 60 años y más padecen al menos una enfermedad crónica(ONEI, CEPD, MINSAP y CITED, 2019). Tendrá que apresurarse la formación de recursos humanos para cubrir las distintas áreas profesionales y de desarrollo, y aprovechar por más tiempo que antes, en la medida de lo posible, la experiencia de personas en edad de jubilación.
En ese sentido, hemos podido constatar cómo se trazan estrategias pensadas no sólo desde una perspectiva asistencialista, sino con un enfoque de promoción del adulto mayor. Si bien es cierto que crecen en número y en calidad de su funcionamiento las instituciones sociales para el cuidado a los ancianos, administradas tanto por el Estado como por asociaciones religiosas, y se entrenan cada vez más personas para ejercer con éxito las labores de cuidador primario informal (y en ello también debe reconocerse tanto al MINSAP como a organizaciones no gubernamentales y en particular la Iglesia, quien a través del Programa de Adultos Mayores de Cáritas, ha formado en distintas diócesis a numerosas personas para las tareas de cuidado de ancianos), por poner dos ejemplos; no lo es menos que se intensifican los esfuerzos para mejorar la calidad de vida de los propios adultos mayores, invitándoles a seguir aportando a la sociedad por medio de sus ocupaciones profesionales y experiencias de vida, y facilitando también en ellos el desarrollo de competencias de autocuidado que optimicen el nivel de validismo y realización personal.
Sin embargo, hay un asunto que no es de importancia menor, y también aparece como consecuencia del envejecimiento poblacional y el aumento de la esperanza de vida: el de la convivencia de múltiples generaciones en el seno del hogar, en un mismo centro de trabajo, o en los espacios públicos, de acción política, de ocio y recreación, de prácticas religiosas. Una convivencia compleja, pues si siempre hubo diferencia de percepciones, valores y modos de hacer entre los ancianos y los jóvenes –para mencionar dos generaciones distantes en edades-, hoy esas diferencias son mucho mayores.
Frente a las ya clásicas frases de “la juventud está perdida” o “ser un viejo es lo último”, que al parecer se esgrimían desde tiempos inmemoriales, y que son una representación explícita de la mirada cultural de una generación respecto a la otra; en la actualidad se levanta un muro que aparenta ser más alto entre aquellos que han crecido en medio de redes presenciales y los que han empezado sus vidas casi dentro de redes virtuales, aunque igual de reales. El acelerado desarrollo tecnológico nos sitúa en la paradoja de estar más cerca que nunca unos de otros, y también de estar tan lejos como nunca. Las dificultades para comprender los respectivos mundos alcanzan ya incluso a sectores etarios muy cercanos, porque la inmediatez de los cambios científicos introducidos en la realidad diseñan modos de vida muy distintos en apenas pocos años. ¿Cómo va entonces a entender una abuela al nativo digital que dice divertirse en una habitación encerrado con un móvil en mano, cuando para ella la definición de jugar pasa casi únicamente por la vía de reunirse en la calle con otros? ¿Cómo puede un adolescente hacer comprender a sus mayores que la solidaridad también se muestra por las redes sociales, concepto que parece ahora exclusivo para denominar a Facebook, Twitter o Whatsapp?
En una investigación cuyo objetivo era sistematizar una experiencia transformativa de diálogo intergeneracional entre jóvenes estudiantes universitarios y de cursos emergentes del municipio Playa y un grupo de adultos mayores asociados a un proyecto de un Policlínico del Vedado, ambos de La Habana, se encontró que, por un lado, las referencias de los primeros en torno a los adultos mayores ubican a estos como posicionados en un rol de orientación impositiva; mientras que los últimos atribuyen a los jóvenes comportamientos sociales negativos, y otros positivos (D’ Angelo, 2011).
Otra pesquisa, desarrollada en una institución cubana de ciencia, que pretendía proponer acciones para la transformación de las relaciones entre grupos generacionales dentro de la organización laboral, identificó que las percepciones intergeneracionales se caracterizaban por, en el caso de las personas mayores, considerar a los jóvenes en el contexto laboral como personas impetuosas, entusiastas, alegres y que gustan de las actividades recreativas. Dicen las cosas sin pensar y no comprenden que “no todo se puede exteriorizar”. Tienen muchas habilidades informáticas y un desarrollo intelectual muy acelerado. Les motiva la superación profesional y las actividades investigativas. No tienen compromiso con la organización, “nada los ata”, “buscan dar un salto, mejorar”, buscan mayores ingresos económicos y mejores condiciones laborales. No se comprometen en las actividades generales de la organización más allá del trabajo que tienen que cumplir, “no tienen rumbo”. Son inconformes y unidos entre sí. El grupo de personas de entre 18 y 35 años, por su parte, percibía a los mayores de 60 años como personas muy estrictas y que son las que dirigen la organización. “Están pasados de tiempo”, y “no pasan el balón”. Tienen dificultades para las relaciones interpersonales y generan dinámicas culpabilizadoras, “siempre te señalan cuando te equivocas o dices algo inadecuado”. Se sienten con mayor autoridad y poder de decisión por los años que llevan trabajando en la organización. No permiten iniciativas y son muy resistentes al cambio. Tienden a no valorar el trabajo de los otros y no confían en los jóvenes. Dominan la actividad específica de trabajo, son muy comprometidos con la organización, tienen altos niveles de entrega y disposición ante el trabajo y mucho sentido de pertenencia (Batista, 2016).
Como se observa, en ambos casos predominan en el imaginario los contenidos valorativos negativos sobre la otra generación. Estas representaciones, aún después de la experiencia transformativa de diálogo intergeneracional a nivel social referida en el primer estudio, determinaron que los dos grupos generacionales mantuvieran posiciones de cierta distancia, no sin que acontecieran ciertos acercamientos particulares y hubiese desarrollo de competencias para el diálogo (D’ Angelo, 2011).
En cuanto al contexto organizacional, los imaginarios intergeneracionales centrados en contenidos negativos, pueden llegar a producir, según la autora del segundo estudio, dinámicas que generen insatisfacción laboral, dificultades en el clima de trabajo y una afectación de las metas organizacionales (Batista, 2016).
El problema, obviamente, no es entonces la diferencia, que ya sabemos que mucho podría enriquecer en su interior a las generaciones que interactúan y a la sociedad toda. De hecho, las relaciones intergeneracionales ni son ni tienen que ser solo espacios de desencuentro. El problema está en la reafirmación propia que refuerza un entorno subjetivo de relativo conservadurismo frente al otro (D’ Angelo, 2011), en la cultura del descarte (Francisco, 2015a), en la cosificación de las personas. Mirar a la realidad solamente desde una perspectiva de utilidad convierte a los otros en cosas que, si no funcionan, tienen que ser desechadas, y esto se asume como una verdad inamovible.
Aunque no debe interpretarse la ruptura intergeneracional como un acontecimiento absolutamente negativo, porque es también un proceso natural y hasta necesario para el desarrollo de las sociedades, hay que tomar en cuenta que esta puede asumir formas que van desde posturas constructivas hasta de rechazo ciego al otro (Piedra, 2004; en D’ Angelo, 2011).
¿Qué hacer, si como se expresó antes, los desafíos que tienen las generaciones para vincularse saludablemente son cada vez más complejos? Lo primero que se requiere, a nuestro modo de ver, es un cambio cultural que nos invite a complementar la asumida ética de la justicia con la emergente ética del cuidado; que transforme nuestros estilos de vida autorreferenciales, haciéndonos tomar conciencia de nuestro común origen, de la pertenencia mutua, de la necesidad de un futuro que solo puede construirse de manera compartida (Francisco, 2015a). En el logro de ello resultará esencial la educación tanto formal como informal y la actuación de los medios de comunicación.
En segundo lugar, habrá que favorecer el desarrollo de espacios de diálogo entre generaciones de modo sistemático. Se requiere del encuentro y la exposición mutua de expectativas, malestares y contradicciones, desde una comunicación respetuosa e inclusiva, que se soporte en lo común reconociendo el valor de la diferencia, que de participación a todos en igualdad de condiciones. Es imposible no comunicar, y aquello que no se tramita explícitamente en un clima de concordia, provoca implícitos que deterioran seriamente los vínculos y por tanto las posibilidades de construcción del mundo mejor deseado.
En tercer lugar, y partiendo de que se puede aprender durante toda la vida, será necesario abrir espacios de formación de habilidades socioemocionales y para la gestión de conflictos en todos los interlocutores del diálogo intergeneracional. Por regla general los blindajes en posiciones inamovibles se sostienen más en emociones mal administradas, que en argumentos razonables. Las estrategias del tipo ganar-ganar contribuirán a que lejos de producir desintegración, los conflictos promuevan la creatividad, el crecimiento humano y el desarrollo social.
De seguro que hay otros caminos. En su visita a la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción en Santiago de Cuba, el Papa Francisco nos recomendaba cuidar a las familias porque ellas son verdaderas escuelas del mañana y centros de humanidad por excelencia. Las familias constituyen el núcleo de relaciones humanas de mayor intimidad, en el que conviven todas las generaciones y se pueden experimentar con más frecuencia los conflictos. Es allí entonces donde mejor podemos aprender del extraordinario poder del amor cuando combinamos el valor de la memoria y el de la energía juvenil.
Ojalá que su mensaje a las familias cubanas nos anime siempre a cultivar sólidos lazos entre las generaciones como condición indispensable para alcanzar el más supremo de los anhelos humanos, la felicidad: “(...) quiero decir una palabra de esperanza, una palabra de esperanza. Quizás nos haga girar la cabeza hacia atrás y hacia adelante. Mirando hacia atrás memoria. Memoria de aquellos que nos fueron trayendo la vida y en especial memoria a los abuelos. Un gran saludo a los abuelos, no descuidemos a los abuelos. Los abuelos son nuestra memoria viva. Y mirando hacia adelante los niños y los jóvenes que son la fuerza de un pueblo, un pueblo que cuida a sus abuelos y que cuida a sus chicos y a sus jóvenes tiene el triunfo asegurado” (Francisco, 2015b, p. 41)”.
Referencias Bibliográficas
Batista, Y. (2016). La dinámica intergeneracional entre jóvenes y adultos mayores en una organización laboral cubana. Desidades 12, 4, 30-38.
Centro de Estudios de Población y Desarrollo (2019). El envejecimiento de la población cubana 2018. La Habana: ONEI.
D’ Angelo, O. (2011). Los jóvenes y el diálogo intergeneracional en la transformación comunitaria y social. La Habana: Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas. Disponible en: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/Cuba/cips/20110406031028/ovidio3.pdf
Francisco (2015a). Carta Encíclica “Laudato si” sobre el cuidado de la casa común. La Santa Sede: Librería Editrice Vaticana.
Francisco (2015b). Discursos y homilías del viaje apostólico a Cuba. Palabras finales a los fieles congregados fuera de la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción. Santiago de Cuba: ACI PRENSA.
Oficina Nacional de Estadísticas e Información; Centro de Estudios de Población y Desarrollo; Ministerio de Salud Pública y Centro de Investigaciones sobre Longevidad, Envejecimiento y Salud (2019). Encuesta Nacional de Envejecimiento de la Población 2017. Informe de Resultados. La Habana: ONEI.
* Psicólogo y profesor de la Universidad de Oriente.
Fuente: Cáritas Cuba
La Habana, 6 de noviembre de 2020