Silvio Aristizábal Giraldo
“Por pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero ninguno era tan específico como el de la vejez. Lo percibía en los cadáveres abiertos en canal en la mesa de disección, lo reconocía hasta en los pacientes que mejor disimulaban la edad, y en el sudor de su propia ropa y en la respiración inerme de su esposa dormida. De no ser lo que era en esencia, un cristiano a la antigua, tal vez hubiera estado de acuerdo con Jeremiah de Saint-Amour en que la vejez era un estado indecente que debía impedirse a tiempo…” (Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera)
La actitud de Juvenal Urbino frente a la vejez es compartida por otro de los personajes de la novela, Florentino Ariza, de quien se afirma que “había gastado mucho dinero, mucho ingenio y mucha fuerza de voluntad para que no se le notaran los setenta y seis años…”
“Llegar a viejo”, produce miedo a la mayoría de las personas. Y ante la pregunta por lo que más se teme de esa etapa de la vida, se escuchan respuestas como: la soledad, el abandono por parte de la familia, la pobreza, las enfermedades, la discapacidad, la pérdida de autonomía. Pero, además, la vejez está asociada a la muerte y a la incertidumbre final. Estos temores podrían explicar los intentos por hallar la fuente de la eterna juventud. Dos mil quinientos años atrás, el historiador griego Herodoto, al relatar una visita de los emisarios de Cambises, rey de los persas, a Etiopía, señala que ante la admiración de los visitantes por la longevidad del emperador etíope, este los condujo a una fuente singular, “cuya agua pondrá al que se bañe en ella más empapado y reluciente que si se untara con el aceite más exquisito, y hará despedir de su húmedo cuerpo un olor de viola finísimo y delicado…”
El retrato de Dorian Gray, novela de Oscar Wilde, es otra muestra del afán del ser humano por permanecer joven y resistirse a la vejez y a la muerte. En América, afirman algunos historiadores, el descubrimiento de la Florida a comienzos del siglo XVI, fue resultado del azar, cuando Juan Ponce de León buscaba la isla de Bimini, donde según los indígenas encontraría la fuente de la eterna juventud.
Gerofobia, gerascofobia, gerontofobia y viejismo (ageism, en inglés), son palabras empleadas para designar el miedo a la vejez. Ninguna de ellas aparece registrada en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española, pero basta que usted, amable lector, las digite en uno de los buscadores en Internet para que se entere de su actualidad e importancia. Con estos términos se hace alusión, de una parte, al miedo por la propia vejez y, de otra, a las actitudes negativas y el rechazo hacia las personas viejas, como consecuencia de estereotipos y preconceptos sobre la vejez.
La esperanza de vida ha aumentado considerablemente en todos los países. Cada vez hay en el mundo un mayor número de personas viejas y estas vivirán más años, es decir, el envejecimiento poblacional es un desafío al que los individuos, el estado y la sociedad deberán responder. De otra parte, enfrentamos el mito de la juventud, o – tal vez sería más apropiado decir – la juventud como mito: la angustia de envejecer, el afán por ser o, al menos, parecer joven.
Hasta el presente, los intentos de hallar la fuente de la eterna juventud han fracasado. Por lo tanto, para los seres humanos, envejecer no es una opción sino un destino implicado en el hecho mismo de existir: vivir es envejecer. Y la vejez misma continúa siendo un proceso, un proceso de hacerse cada vez más viejos, hasta el momento definitivo.
Si esto es así, la alternativa no puede ser otra que aprender, desde la niñez, a envejecer. Asumir que somos seres envejecientes y participar activamente en la construcción de una sociedad para todas las edades, contribuyendo a la eliminación de los prejuicios y los preconceptos frente a la vejez y al envejecimiento.
Fundación Cepsiger para el Desarrollo Humano
10 de febrero 2015.-
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