Los estudios sobre el desarrollo humano ha difundido, durante mucho tiempo, una visión según la cual la vida es el resultado de la sucesión de una serie de etapas claramente diferenciadas una de la otra: la niñez, la juventud, la edad adulta y la vejez. Esta visión del desarrollo ha sido cuestionada por distintos autores. No voy a ocuparme de esas críticas en el presente artículo. Me interesa, en cambio, señalar la concordancia de esta visión con un modelo de sociedad: la sociedad de la producción o del trabajo, para señalar luego lo que ha venido sucediendo con el tema de la seguridad social en la vejez en América Latina.
En la perspectiva de la vida como sucesión de etapas el individuo debe cumplir unos roles determinados: el aprendizaje, en la infancia y la juventud; la producción, en la edad adulta y el descanso, en la vejez. Esta concepción resume a cabalidad el ideal de la Modernidad occidental de imponer la racionalidad del conocimiento científico a todos los ámbitos de la vida social, de forma tal que los individuos y las sociedades respondan a unos planes previamente establecidos. Es el triunfo total de la razón sobre la naturaleza. O, al menos, eso es lo que se espera. Concuerda, igualmente, con un ideal de vida en el que el trabajo es considerado como factor esencial de ubicación en la sociedad y de evaluación individual. Alrededor de él giran los esfuerzos de los sujetos por construir su identidad, lo cual significa, en otras palabras, que la subjetividad se define en virtud del trabajo desempeñado por el individuo. Esto se considera válido para la mayoría de los seres humanos, salvo aquellos herederos de una gran riqueza, quienes han tenido la posibilidad de dedicarse al ocio.
La descripción anterior corresponde a lo que algunos autores denominan “sociedad de la producción”, regida por la “ética del trabajo” (Bauman, Zygmunt. 1999. Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Barcelona: Gedisa). En la sociedad de la producción se espera que el trabajo le asegure a cada hombre el sustento y, sobre todo, le garantice al llegar a la vejez, los beneficios de una pensión para vivir con dignidad la última etapa de su vida. Fue lo que se trató de establecer con el llamado “Estado de bienestar”, en el que numerosos países adelantaron políticas públicas sobre seguridad social. La mayoría de sociedades industrializadas alcanzaron grandes logros en este sentido asegurándoles una vejez en condiciones de bienestar a sus ciudadanos. No ocurrió lo mismo en la mayoría de los países del mundo. Tampoco en América Latina como lo demuestran los siguientes datos:
Unos pocos países en nuestro continente lograron avances significativos en la materia. Un Informe de la OIT de 2010 indica que en Brasil el 71.6% de la población mayor de 60 años tenía pensión de jubilación, en Argentina, el 69.2% y en Chile el 51.8%. Les seguía Panamá con un 44.5%. Los demás países presentan un porcentaje menor del 25% de los mayores de 60 años. La situación se torna cada vez más dramática, si a los datos anteriores se añade que en el decenio 1990 – 2000 el porcentaje de cobertura en seguridad social cayó en la mayoría de los países, salvo Venezuela (pasó del 15.4% al 24.4%) y Brasil (del 63.0% al 71.6%). De otra parte, un estudio de la CEPAL en 13 países de América Latina evidencia que en las áreas urbanas el 25% de las mujeres y el 10% de los hombres mayores de 60 años carece de ingresos propios, es decir que para sobrevivir depende totalmente de la ayuda del Estado, de su familia o de instituciones privadas de beneficencia.
Vistas así las cosas es forzoso concluir que los propósitos de la sociedad de la producción no se han cumplido. Más aún: la meta parece cada día más difícil de lograr, debido a los cambios en el papel del Estado en la regulación de la economía y su sometimiento a los dictados del capital internacional. La flexibilización laboral, cuando no la falta total de oportunidades de trabajo y la precarización del empleo, impiden a las personas hacer provisiones para su futuro. Una sociedad que, supuestamente, permitía a los individuos planear su vida a partir de la certeza, que moldeaba a la gente para un comportamiento rutinario y monótono, está siendo reemplazada velozmente por una sociedad en la que los rasgos fundamentales son el riesgo y la inseguridad.
La situación no solo abarca a las personas viejas de hoy. Una mirada a los informes de los organismos internacionales y de los gobiernos sobre el desempleo en adultos y jóvenes evidencia que las condiciones para los viejos del mañana no son mejores, máxime si se consideran los efectos de la revolución demográfica que traerá un aumento inusitado en la población mayor de 60 años.
En un documento reciente, el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA) invita a considerar la vejez como celebración y como desafío. Celebración por los logros innegables de la humanidad en materia de longevidad gracias a los avances en la ciencia y la tecnología. Desafío por los problemas que se han de enfrentar para hacer posible “que en cualquier lugar del mundo, las personas puedan envejecer en condiciones de dignidad y seguridad, disfrutando de la vida gracias a la plena vigencia de todos sus derechos humanos y libertades fundamentales”.
Sin duda alguna el aumento de esperanza de vida en América latina ha representado un logro fundamental. Y esto hay que celebrarlo. Pero igualmente es preciso enfrentar el desafío del conjunto de problemas que aquejan a la región, una región que en palabras de Amartya Sen y Bernardo Klisberg es “considerada unánimemente como la más desigual de todas” y donde “[…] todas las fuentes coinciden en señalar que los niveles de inequidad no mejoran y, por el contrario, en diferentes países han tendido a acentuarse […] (Primero la gente. 2007. Barcelona: Ediciones Deusto). Lo que, en pocas palabras, significa que el desafío comienza por ahí, por corregir la situación de desigualdad e inequidad.
Fuente: Fundación Cepsiger para el Desarrollo Humano – 6/11/2012.
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