Dolor en el adulto mayor

Martes, 10 de Junio de 2008

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3 Junio 2008.
 

DOLOR EN EL ADULTO MAYOR

Elementos mentales, espirituales y sociales.

Dr. Jesús Gutierrez Bajata, médico internista y geriatra adscrito al Centro Médico Naval de la Secre

Revista Dolor Clínica y Terapia
Vol. V/ No. 7/ Marzo-Abril/ 2008
 
Desarrollo

El empleo de la palabra dolor no debe hacernos creer que necesariamente se trata sólo de un síntoma que requiere un tratamiento medicamentoso inmediato. Es importante darse cuenta de que el dolor no entraña únicamente una parte física sino también elementos mentales, espirituales y sociales que integran un todo, un síndrome de dolor global. Para cualquier médico es familiar el dolor causado por las metástasis óseas, pero puede no ser tan evidente el sufrimiento psicológico que conlleva saberse portador de una enfermedad fatal.

El sufrimiento social es ilustrado por la imagen del hombre adulto, parte de la familia y sostén económico de la misma que ve desaparecer su capacidad de apoyo económico. Su dolor espiritual surge de las dudas existenciales: ¿por qué yo?, ¿acaso existe un Dios? Estas reflexiones son comunes en creyentes y agnósticos en el periodo final de la vida que nos cuestiona acerca del fin último de la existencia. El lamento bíblico de Job nos ilustra también a este respecto cuando dice: “¿por qué razón fue concebida la luz a un desdichado y la vida a los que la pasan como yo, en amargura de ánimo? Los cuales están esperando la muerte, la que no acaba de llegar, como esperan los que cavan en busca de un tesoro”.

Es sólo a través de la consideración atenta de la totalidad de los elementos que integran el síndrome del dolor como será posible alcanzar un satisfactorio nivel de control del mismo. Además, en la evaluación del dolor se interponen con frecuencia los prejuicios. Entre la población general y aun entre los profesionales de la salud suele decirse que el dolor es parte del proceso de envejecimiento normal, que el dolor salva y redime, que el dolor es signo de debilidad, o bien, que el dolor atemoriza. Estos prejuicios alimentan la subestimación y las insuficiencias en el tratamiento. “La edad no es un analgésico”, dice Harkins,y conviene recordárselo sobre todo a los familiares y a veces al mismo enfermo.

El dolor, en particular el persistente, es causa usual de un deterioro significativo de la calidad de vida. Contribuye a exacerbar estados depresivos, entorpece la socialización, altera el sueño, compromete la marcha, aumenta el consumo de recursos destinados a la atención sanitaria, disminuye el potencial rehabilitatorio y predispone a sufrir efectos secundarios de la acción medicamentosa, especialmente cuando es necesaria la polifarmacia.

Asimismo, el dolor persistente se acompaña de una serie de ajustes homeostáticos y cambios patológicos que recuerdan al síndrome de adaptación al estrés crónico. Así, tiene lugar la liberación de ACTH, aldosterona (con sus implicaciones sobre el metabolismo de sodio y potasio y que hacen más susceptibles a la hiponatremia a los sujetos afectados) y cortisol, con el consecuente efecto sobre el catabolismo de proteínas y grasa, que favorece la sarcopenia. Aunado a ello se presenta un deterioro en la tolerancia a la glucosa, disminución en la cifra de linfocitos, inhibición en la actividad de macrófagos y una reducción en la respuesta a la inflamación, con una eventual tendencia a la supresión de la respuesta inmune. Se ha observado también la ocurrencia de depleción de calcio en hueso, en particular en los casos de distrofia simpático refleja.

La polipatología del anciano reviste una variedad de máscaras engañosas y conduce a situaciones equívocas en donde el dolor crónico, las alteraciones cognoscitivas y la depresión se expresan con frecuencia de manera semejante. Si ciertas afecciones son conocidas por ser generadoras de dolor (en particular las osteoarticulares), en otras el dolor puede destacar por su ausencia (infarto al miocardio, embolia pulmonar, urgencias abdominales o caries dental especialmente en pacientes con neuropatía por diabetes mellitus). La comorbilidad en general y en particular una variedad de patologías muy frecuentes en este grupo de edad modifican el umbral doloroso, en general disminuyéndolo.

Amén de la patología comórbida arriba enunciada, hay una serie de condiciones y factores asociados que contribuyen a modificar la expresión clínica de los síndromes dolorosos. Es particularmente frecuente la concomitancia de la depresión y/o de la ansiedad, que conducen al aislamiento social y, sobre todo, al deterioro funcional. En situaciones avanzadas que conllevan un síndrome de inmovilidad es común la ocurrencia de incontinencia urinaria y fecal, propensión a las caídas y, en última instancia, aparición de úlceras de presión.

Resulta usual la contribución al cuadro de un componente afectivo-cognitivo en el que es difícil desentrañar la interrelación entre el dolor y las manifestaciones depresivas que suelen entrar en un círculo vicioso en el cual se exacerban mutuamente.

La presencia de una ganancia secundaria no es elemento suficiente para considerar que el dolor sea de origen psicógeno en razón de lo arriba anotado. Matizan también la expresión del cuadro doloroso, la personalidad premórbida, la experiencia previa de afecciones dolorosas y el desenlace que hubieran tenido las mismas. La ansiedad anticipatoria y, eventualmente, la ansiedad generalizada acompañan en mayor grado a estos casos.

Un caso particular y especialmente frecuente entre los ancianos es el del sujeto afectado por el deterioro cognoscitivo. Esta situación clínica representa un reto difícil de abordar, pues el paciente adolece de una dificultad progresiva para expresar el dolor a causa de las alteraciones del lenguaje que acompañan a estas afecciones. Ello propicia una mala interpretación de los síntomas por parte del personal médico, que con frecuencia sólo observa a un sujeto con agitación psicomotriz en los casos de dolor agudo o un paciente que gradualmente se retrae y rechaza la alimentación hasta caer en el estupor en el caso de dolor crónico. Es indudable que esta circunstancia afecta por igual en el domicilio al cuidador primario que al que conoce mejor al enfermo; en el segundo caso es más posible sospechar la naturaleza del deterioro y reconocer al dolor como el elemento causal. El uso de escalas especiales que se apoyan en la expresión facial y la variación en los patrones de comportamiento se impone para hacer más objetiva la observación.

Evaluación del dolor en los adultos mayores

La consideración sistémica y exhaustiva de los orígenes del proceso patológico que generan el dolor y sus consecuencias funcionales, así como el impacto que tiene sobre la calidad de vida, permite un mejor resultado terapéutico. La presencia del dolor debe reconocerse a través de la entrevista y la observación del sujeto. Cualquier dolor lo bastante intenso como para comprometer la funcionalidad física o mental es digno de este abordaje.

En la primera entrevista debe evaluarse y establecerse la severidad del dolor de manera objetiva con el auxilio de la clinimetría o, en su caso, al menos preguntando: en una escala del 1 al 10, donde el cero es la ausencia de dolor y el 10 el máximo dolor posible, ¿qué tanto le duele? Algunos ancianos tendrán dificultad para responder a este cuestionamiento, en cuyo caso puede usarse un símil (termómetro, expresiones faciales). El mismo método deberá emplearse a lo largo de todo el seguimiento.

En forma ocasional el anciano no hablará del dolor como tal, asumiendo que es parte natural de envejecer o aceptándolo como su cruz. Estos pacientes se quejarán con frecuencia de incomodidad, molestia o acaso dolorimiento. Es necesario interrogar al sujeto en relación con el concepto que él tiene de dolor, molestia o incomodidad para así conocer realmente lo que está sintiendo. Como parte de la evaluación suele ser necesaria una nueva historia clínica donde la semiología del dolor se establezca con claridad.

La repercusión del dolor sobre las actividades de la vida diaria debe estimarse con los instrumentos de medición apropiados. Nunca debe soslayarse la importancia de hacer inventario de la historia medicamentosa. En ella debe precisarse la eficacia de tratamientos previos, así como los efectos secundarios experimentados.

Resulta invaluable la información concerniente a la vivencia individual del estado doloroso, de los resultados previos del tratamiento y muy particularmente de los eventuales procedimientos invasivos llevados a cabo. ¿Cuál es la actitud del enfermo al respecto? ¿Qué significa en última instancia para él? ¿Qué temores, remordimientos o dudas le despierta? ¿Qué ganancia obtiene el paciente al quejarse de dolor?

El examen físico debe enfocarse en el área comprometida y los sitios habituales de dolor referido. Debe, además, prestar especial atención al compromiso de la movilidad y otros aspectos de la funcionalidad. Las pruebas de laboratorio se indicarán en función de su interés para modificar el curso del tratamiento o de su potencialidad para esclarecer el origen del dolor. La evaluación de la cognición y del efecto ha de llevarse a cabo de manera sistemática y puede hacerse más objetiva con el empleo de escalas clinimétricas como el examen mínimo de Folstein y la escala de depresión geriátrica.

En la mayoría de los casos la entrevista y la observación directa del paciente permitirán la obtención de la información necesaria. Sin embargo, la obtención sistemática de información a partir de una tercera persona próxima al enfermo suele aportar datos útiles para una más clara comprensión del problema. Esto es indispensable cuando existe depresión y/o deterioro cognoscitivo.

Al realizar la evaluación inicial no debe olvidarse la importancia de recabar información acerca del entorno inmediato del enfermo, particularmente en lo que se refiere al nivel de apoyo familiar y social que recibe, la presencia de cuidadores profesionales o familiares disponibles, la calidad de la relación y los aspectos vinculados con la espiritualidad.

Tratamiento

En la valoración inicial y para sentar las bases del seguimiento de la terapéutica es fundamental establecer metas definidas en el tratamiento. La primera es, sin duda, alcanzar un control adecuado del dolor. A la par, sin embargo, han de considerarse la rehabilitación y la recuperación funcional. El manejo adecuado de la comorbilidad suele contribuir a proporcionar bienestar al enfermo, en particular el abordaje óptimo de las afecciones mentales (sobre todo de la depresión). En presencia de sintomatología depresiva es necesario el tratamiento sincrónico del dolor y la depresión; es útil observar respecto a la presencia de ganancias secundarias para, a través de una mejor comprensión del contexto, facilitar el abordaje terapéutico. Aquí importa mucho la experiencia personal previa que el enfermo ha tenido frente a síndromes dolorosos y la presencia de ansiedad anticipatoria, que puede ir asociada y debe ser reconocida y tratada.

Dentro de las estrategias de manejo también es preciso reconocer y, de ser necesario, modificar el significado del dolor. A la par es útil enseñar al enfermo a controlar la respuesta ante el estrés y a desarrollar una actitud positiva para su control. Para ello se requiere una variedad de estrategias que pueden ser pasivas, como la aceptación, el distanciamiento, el humor o el rezo. Durante la evaluación, hay que permanecer alerta para identificar la presencia de estrategias maladaptativas como la negación, la represión o una actitud catastrofista. Otras estrategias activas como la ayuda directa, la información, la educación y los grupos de apoyo pueden brindar un alivio significativo.

Nuestra eficiencia en el control del dolor puede verse afectada de manera adversa por una ausencia de estrategias útiles, por estrategias maladaptativas, un locus de control externo, bajas expectativas o por la presencia de dolor intratable, depresión o deterioro cognoscitivo no reconocidos y también por un estado de salud general gravemente deteriorado. También una pobre red de apoyo constituye un factor limitante con frecuencia significativo.

Ciertamente el abordaje es complejo cuando se presta atención a todos los detalles y ello hace necesario un manejo interdisciplinario, ya que si bien el médico está obligado a pensar en todo lo arriba anotado, difícilmente puede resolverlo todo. La participación de especialistas en psicología, enfermería, trabajo social, rehabilitación, terapia ocupacional y aun farmacología clínica mejorará los resultados.

 
Tratamiento farmacológico

Toda intervención de esta índole acarrea tanto riesgos como posibles beneficios. Ambos merecen una cuidadosa consideración. Esto debe quedar claro para el paciente, así como la expectativa de que el tratamiento habrá de beneficiarlo. Sin embargo, debe tenerse presente que es un error crear en la persona falsas expectativas y que espere de inmediato una completa remisión del dolor. El uso de un registro cotidiano es un auxiliar que sirve para poner en evidencia la evolución y la eventual respuesta al tratamiento o sus insuficiencias, así como las probables causas o exacerbantes del dolor. El tratamiento debe ser individualizado de manera cuidadosa. Los ancianos suelen ser más vulnerables a los efectos secundarios y más sensibles a los psicofármacos. Es necesario anticipar estas diferencias, considerarlas al formular la prescripción, sugerir la dosis útil más baja y efectuar incrementos paulatinos. Esto puede tomar de dos a tres días o dos o tres semanas según la vida media del fármaco en cuestión. La combinación del tratamiento farmacológico con medidas no medicamentosas dará el mejor resultado. Si ha de emplearse más de un fármaco, conviene introducir sólo uno a la vez y no agregar un segundo sino hasta haber alcanzado la dosis terapéutica del primero. Las interacciones pueden ocurrir también con otros fármacos prescritos o de venta libre, incluso con productos herbales, por lo cual es pertinente hacer un inventario exhaustivo de todas las sustancias que el paciente pueda estar ingiriendo. En la mayoría de los casos habrá de progresar, como es usual, de no opioides a neuromoduladores y, eventualmente, a opioides.

 

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